jueves, 10 de julio de 2008

ÑAUQUI

Había una vez, un hermoso valle, allá en el corazón de nuestros Andes, su hermosura desbordaba aun la grandiosa imaginación de pintores, escritores y poetas. Había en él una bella y azul laguna, prisionera de inmensos Apus, vestidos de hielo y nieve. Ella era la que sostenía la vida de los hombres, mujeres y niños que en el valle vivían. Sus aguas convertidas en ríos parecían abrazar la tierra como sujetándola, enredándola, como si ambas hubieran sido creadas para permanecer juntas por la eternidad, o como si juntas unieran sus fuerzas para no ser separadas, ni siquiera por la mismísima voluntad de los dioses ancestrales de nuestros legendarios incas.
El valle rebosaba en colores, su cielo celeste y sus nubes inmensamente blancas parecían copos de algodón que en breve espacio de tiempo cambian de una a otra forma, a veces de personas, a veces de animales, otras de seres extraños y atemorizantes; el pasto verde y las multicolores flores que adornaban laderas y faldas de las montañas hacían una combinación deliciosa a la vista humana, era un paraíso, un paraíso peruano que nadie conocía.

Un día, una inmensa nube negra se apoderó del cielo de este inigualable valle. El día, de reluciente y cálido se volvió como un triste y frío atardecer; todo se puso gris, los colores desaparecieron, los Apus apenas si se podían distinguir. Los árboles, arbustos, y las plantas que los hombres sembraron comenzaron a morir, los animales domésticos y silvestres comenzaron a padecer hambre. Los campesinos, sus esposas y las autoridades de la comunidad se reunieron, y decidieron averiguar cuál era la causa de tan extraño y perverso fenómeno.

Se aprovisionaron de alimentos y de agua, y subieron hasta lo más alto de las montañas, allí en donde se encontraba la mamacocha. El chamán o curandero del pueblo iba provisto de su infaltable coca, su cañazo, su chicha de jora, su cal que consiguió triturando las antiquísimas conchas que encontró al borde de la laguna. Iba delante del grupo, e indicaba el lugar en donde tenían que parar y descansar para rendirle culto al dios de las montañas, o para invocar el espíritu del río y de la tierra.

En un lugar del camino encontraron una gruta pequeña, los que pudieron se acomodaron allí para calentarse un poco, ya que sus cuerpos comenzaron a entumirse por el frío. Algunos jóvenes buscaron por los alrededores chamiza y leña, según como se lo había indicado el chamán. Hicieron fuego. El brujo tomó en su mano un puñado de coca y lo lanzó al aire, ellas volaron y como por arte de magia desaparecieron. Luego sopló sobre el fuego una porción de cañazo, las llamas crecieron y pareció dibujarse en ellas una imagen maligna. Danzó, como le enseñaron sus antepasados, de su boca salían palabras incoherentes, parecían ser oraciones o tal vez maldiciones, estaba frenético, cada vez danzaba a mayor velocidad; de pronto, se paró, quedó totalmente quieto, inmóvil. Los que lo observaban sintieron miedo, como presintiendo algo terrible. El brujo dio un grito, casi un alarido y cayó al suelo, con los brazos extendidos y con la mirada hacia el cielo. Así permaneció por varios minutos. Luego se incorporó, de su alforja sacó una cruz de acero, la levantó con sus dos manos y empezó a orar, en sus rezos clamaba la ayuda del Dios de dioses y de su Hijo unigénito que vino a la tierra a liberarnos del maligno y de las enfermedades. Cayó de rodillas, empezó a temblar y lloró.

Todos quedaron sorprendidos y asustados. Dejaron descansar al curandero, al que habían ayudado a llegar cerca del fuego, lo cubrieron con una gruesa manta.
Al despertar, llamó a las autoridades y a los ancianos.

—Los dioses y los espíritus me han hecho saber que un ser maligno e infinitamente poderoso, se ha apoderado de nuestro valle. Es un demonio al que no le gusta la belleza, odia a la gente trabajadora y se deleita comiendo niños.

—¿Y qué podemos hacer? —preguntó el cacique, preocupado por tan espantosa noticia.
—El remedio es buscar un alma pura, inmaculada, inmensamente bondadosa.
—¿Quién posee esas cualidades? —asintió el más anciano.
—Un niño.
—¿Y qué haremos cuando lo encontremos?

—Algo terrible para nosotros, pero que es lo único que salvará nuestro hermoso valle, lanzar al niño a lo profundo de la laguna, su alma sublime le dará fuerza a la mamacocha para luchar en contra del maligno, con esa fuerza ella lo tragará y lo mantendrá prisionero en sus entrañas.

—Imposible, nadie del pueblo querrá sacrificar a alguno de sus hijos —replicó otro de los ancianos.
—Eso es cierto —apoyó el cacique.

—No hay otra alternativa, coméntenlo entre la gente y esperen una respuesta.
Así se hizo, los campesinos quedaron sorprendidos y aterrorizados, cogieron a sus hijos, los abrazaron fuerte y trataron de ocultarlos. Nada podría convencerlos de que el sacrificio de uno, podría ser la salvación de muchos.

Pasaron horas tratando de convencer a la gente, pero todo fue en vano.
Ñauqui, un niño de ocho años, comprendió lo que pasaba. Este niño amaba mucho a sus padres, era noble y muy trabajador, no había maldad en él, entendió que todos corrían grave peligro y que él podría tener la oportunidad de salvarlos a todos.

Esperó a que todos se durmieran, con suavidad se desprendió de los brazos de su madre, gateando logró salir de la gruta sin que nadie lo escuchara, pasó muy cerca del chamán, se incorporó y empezó a correr cuesta arriba. Sus pies sangraban, sus brazos se habían llenado de heridas por las continuas caídas a causa de la enorme oscuridad. Estaba casi amaneciendo, su cuerpecito temblaba por el frío, su corazón latía febrilmente debido al cansancio y a la altura. Por fin pudo divisar la laguna, sus aguas ya no reflejaban el azul del cielo, era una laguna gris, fea, daba miedo. Se encaminó hacia ella, caminó por un peligroso desfiladero, llegó a una pequeña protuberancia que salía de la montaña que asemejaba una mano. Se paró al borde, cerró sus tiernos ojitos, alzó sus bracitos hacia el cielo y se lanzó. Su cuerpo golpeó fuertemente el agua, pero ningún ruido se escuchó, abrió los ojos, vio una hermosa princesa de cabellos dorados que venía hacia él, lo cogió de la mano, lo abrazó fuertemente y al hacerlo sus corazones se unieron, una inmensa y poderosa luz se apoderó de las profundidades de la laguna, esta luz se juntó en un solo haz, formando un poderoso rayo, éste salió por encima de la laguna, golpeó fuertemente a la gris y maligna nube, se escuchó un trueno fuertísimo, luego otro, rayos de luz iluminaban por momentos el oscuro amanecer. El bien y el mal seguían luchando y mientras luchaban, el valle se comenzaba a iluminar y a llenarse de color, el cielo gris se tornó de a pocos en celeste, los Apus se llenaron de verdor, la laguna volvió a reflejar el hermoso cielo.

Finalmente, todo quedó como antes y posiblemente mucho más que antes, ya que ahora los hombres sentían la bondad y la laboriosidad con mucha más fuerza, sus almas se hicieron nobles y puras.

Y así gracias al sacrificio de Ñauqui, el valle se logró salvar y todos le quedaron eternamente agradecidos por su valentía y por su amor.
Y colorín colorado este cuento andino ha culminado.


Este cuento es parte de "Uno y más cuentos de don Ernesto Phillips".

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