jueves, 10 de julio de 2008

CHALAQUITO, UN NIÑO ESPECIAL

CHALAQUITO, UN NIÑO ESPECIAL

Allá por el año de 1936, había un niño que caminaba sin zapatos por las calles polvorientas del antiguo barrio de Canta Lachay, hoy calle José Crespo en el distrito de Hualmay; este muchacho al que nos referimos, era huérfano, tenía por nombre Iván y por esa época contaba con sólo nueve años de edad. Por la falta de sus padres, vivía con unos parientes quienes lo atendían como a un hijo más, brindándole cariño y cuidados. Iván en agradecimiento les ayudaba en la pequeña chacra, que sembraban para mantener el hogar.

Encontrándose Iván en sus faenas diarias, laborioso y responsable como siempre, oyó un ruido que jamás sus oídos habían escuchado. Se asustó y estuvo a punto de huir, pero fue más la fuerza de la curiosidad que mueve el inmenso mundo de la imaginación de los niños, y fue al encuentro de tal descomunal ruido. Quedó paralizado, confundido, sus ojos no daban crédito a tan horripilante visión, tres inmensos animales con fuerza descomunal, arrancaban los árboles desde su raíz, y a los paredones de pesada tierra y adobones; los tiraban al suelo como si fueran una débil muralla construida de arena, mientras que el otro araba la tierra, dejando a su paso una trocha por donde jamás después de esta espantosa visión, crchalaquitoeció planta alguna.

Sin un segundo más para pensar, trepó hasta la copa del sauce más alto que pudo encontrar, abajo en la acequia, que servía como canal de regadío y recibía el nombre de «Pastor», y que seguía fluyendo entre interminables y raudas corrientes, el agua limpia y fresca. Desde su nueva posición pudo observar con más tranquilidad, que estas bestias infernales estaban montadas por hombres que se afanaban por destruir todo lo que hallaban a su paso, y ver cómo poco a poco iba naciendo una nueva vía en las cercanías del estadio Segundo Aranda. Estaba tan absorto en sus ideas y cavilaciones, que no atinó a darse cuenta, que don José, vecino del barrio, lo llamaba ya hace unos minutos y no encontraba respuesta, por lo que tuvo que gritar:

—¡Hey Chalaquito! —que así lo llamaban cariñosamente— ¿Qué pasa? ¿Por qué estás trepado en este árbol?
—Hola don José —respondió Iván con voz entrecortada.
—¿Qué sucede? —insistió don José.
—Acaso no se ha dado cuenta usted, de esas terribles fieras que están destruyendo nuestro barrio.
Don José no pudo contener la risa y con una estruendosa carcajada dio por comprendida la situación.
—Oye Chalaquito, esto no es para asustarse, se trata de tractores, son máquinas que el Ministerio de Transporte ha enviado para abrir nuevas calles en nuestra ciudad y así unir los barrios y los distritos; no temas, baja y vamos a nuestras casas, que el almuerzo espera.
—¿Tractores? —preguntó Iván—, no creo señor, debe ser el espíritu de don Juan Barbón que se ha escapado del mundo de las tinieblas y el sufrimiento eterno, para meterse en esos animales y así asolar y destruir nuestros barrios.
—No, no, no digas eso Iván, como ya te expliqué, sólo se trata de máquinas construidas por el hombre para realizar trabajos con mucha más rapidez; y éstas que tú ves aquí, no hacen otra cosa que construir una vía que dé paso a la carretera Panamericana y que va en dirección a los pueblos del norte de nuestra patria. Mira, esta carretera ingresa por Manzanares, toma la recta de la avenida Echenique hasta el grifo del señor Luna, hace una curva para tomar otra recta con dirección al parque Vidal, de ahí viene por Cocharcas hasta el estadio, y de allí toma la dirección hacia Cruz Blanca, para luego continuar hasta el puente de Huaura, y como ya te dije, se trata de la carretera Panamericana que pretende unir a toda América.
—Gracias, don José, creo que ya entendí —y bajando del árbol tan rápido como subió, se puso en marcha con su casual acompañante, no sin antes, mirar hacia atrás aún con poco de extrañeza y desconfianza.
Ya por el polvoriento camino mil veces andado, don José con ciertas dudas por lo ocurrido, le preguntó a Iván:
—Dime Chalaquito ¿Qué sabes tú de Juan Barbón?
—Que fue el brujo de Hualmay más temido, respetado y famoso. Pero sabe don José, una vez, cuando doña Juana me prohibió salir de la casa porque a esa hora iban a pasar los toros de lidia que venían de Vilcahuaura, sonando los toros mansos la campanita que traían amarradas a su cuello…
—Y tú ¿Cómo viste la campanita si estabas encerrado en tu casa? —interrumpió don José.
—Es que la madera con que está hecha la ventana de doña Juana está rota y por allí yo miré, eran unos toros furiosos y malos de gran tamaño. Doña Juana me dijo: «En esos toros está reencarnado el espíritu de Juan Barbón, el temible brujo de Hualmay, por eso tú no debes andar en la calle hasta tarde en la noche».
Don Pedro sólo sonrió y con una palmadita en el hombro de Iván, se despidió, dirigiéndose cada uno a su hogar.
Al llegar Iván a su humilde vivienda, se sintió feliz de tener una familia con quien compartir su vida, y al ver a doña Juana, hizo el siguiente comentario:
—Doña Juana, mañana es domingo y ha llegado el circo donde trabajan varios payasos y van a presentar también un número de animales, en su mayoría son caballos y elefantes, y yo quisiera ir para poder conocer de cerca cómo es que actúan esos animales.
—Lo siento Iván, pero yo no puedo llevarte porque voy a visitar a mi hija al barrio de Amay.
—¡Qué pena no poder ir!
—No te angusties Iván, mira, anda donde don Pedro, él seguro va, y pregúntale si puedes ir con él.
Iván llegó corriendo a la casa de don Pedro.
—Hola Sandro ¿Está tu papá?
—No, no está, ¿qué necesitas?
—Quería saber si va a ir al circo.
—Sí, sí vamos a ir, mi primo Miguel también va con nosotros.
—Qué bueno, Sandro, sabes qué, quería preguntarle a tu padre si iba a ir y si podría llevarme con él a la función del circo, porque doña Juana va visitar a Carmelita.
No te preocupes Iván, mi padre aún va a demorar, pero yo le hablaré a la hora que viene y estoy seguro de que él aceptará llevarte.

—¡Gracias! ¡Muchas gracias!, voy a avisarle a doña Juana.

Llegada la hora de la función, don Pedro no pudo acompañar a los muchachos al circo y los tres amigos tuvieron que ir solos.
Al llegar a la entrada de la carpa, no pudieron ingresar debido a que la media entrada propuesta para ese día, sólo se otorgaba a los que iban acompañados de sus padres; sin otra alternativa, no vieron otra forma de ver el espectáculo circense, más que subidos en un viejo, seco y gigantesco árbol de sauce, cuyas ramas colindaban con una de las uniones de las lonas que servían de techo a la circular tienda del circo. Subieron ágilmente y pudieron ubicarse cómodamente en lo más alto del vetusto árbol, y esperaron que la función comenzara. A los pocos minutos de esperar empezó la función, pero también empezaron a subir otros niños con ansias de querer observar el espectáculo; subieron uno, dos, tres, cuatro, cinco, todos los que pudieron acomodarse.

Empezó la función, el anunciador ofrecía una función única en el mundo; la aparición por primera vez del gran mago Misterio y su famoso acto de desaparición ante el público, también anunciaba la valiente osadía de los Hermanos Águila, trapecistas que actuaban a más de treinta metros de altura sin red de protección, y a la espléndida bailarina Milena, traída desde el lejano Oriente. Estaba terminando de hacer la presentación, cuando de pronto se escuchó un estrepitoso ruido que puso en alerta a actores y público en general. Al ver lo que sucedía, se dieron con la sorpresa de que un árbol había derrumbado una parte de la galería, que por suerte estaba vacía, algunos de los chicos que habían subido con la intención de ver el espectáculo, cayeron dentro y otros tuvieron que huir despavoridos, al pensar en las consecuencias del hecho ocurrido. Sandro, Miguel e Iván, fueron de los que quedaron dentro del circo, pero no fueron echados de él y se quedaron a mirar la función.
Al terminar la función, los tres niños se encaminaron a su barrio comentando lo ocurrido.

—Oye Sandro, qué susto cuando sentí que el árbol caía, pensé que iba a salir dañado, gracias a Dios todo fue más que un susto.
—Yo también me asusté –acotó Sandro—, pude saltar antes de caer sobre las sillas, y eso sí que hubiera sido fatal, porque me hubieran hecho pagar los daños.
Iván no comentó nada y sólo escuchaba en silencio a sus amigos; al llegar a sus casas se despidieron.
Eran las ocho de la noche y doña Juana esperaba a Iván con la comida caliente para servírsela en cuanto llegara. Llegó Iván, saludó y comentó a su protectora todo lo que había ocurrido. Terminó de comer y se despidió dando las buenas noches. A la hora de acostarse Iván comenzó a dar grandes gritos que sobresaltaron a la buena doña Juana, eran las pesadillas que asaltaban el sueño del pequeño, resultado del susto y de las emociones ocurridas en el día.

La señora Juana le tranquilizó y le prometió que al día siguiente lo llevaría donde don Pedro para que lo limpiara; aún no llegaba el alba cuando Iván comenzó a delirar por efecto de la fiebre alta, doña Juana preocupada fue corriendo donde don Pedro para que lo «rezara».

—¡Don Pedro! ¡Don Pedro!, por favor, rápido, mi Iván arde en fiebre, por favor ayúdeme.
—Cálmese doña Juanita, vamos, vamos pronto; por el camino me va contando.

Los dos, a paso rápido, iban sorteando los huecos y las piedras del camino, casi a ciegas, porque faltaban pocos minutos para que amanezca. Ya en la casa, don Pedro lo rezó con la fuerza de la fe, que sólo lo tienen los hombres de buena voluntad, con la sabiduría de la raza que transmitió de generación en generación el arte y la mística de la curación, por el poder de la imposición de las manos. Don Pedro, campesino fuerte pero compasivo, tomó a Chalaquito y murmurando oraciones secretas pero efectivas fue dándole vueltas, mientras que con sus callosas manos, le hacía la señal de la cruz; en el pecho, para que la vida no lo abandone; en la cabeza, para que sus sentidos y sus conocimientos no se alteren con la enfermedad; en la espalda, para que esté protegido de aquellos que alguna vez quisieran hacerle daño usando la traición; y en los brazos y piernas para que siga siendo activo, con las mismas ganas de siempre, de trabajar, estudiar, jugar… Este ritual que duró al menos veinte minutos, iba llegando a su fin. Iván estaba empapado en sudor; don Pedro que en todo momento había permanecido con los ojos cerrados, terminaba agradeciendo a Dios por la fuerza que le había otorgado para curar a su prójimo.

Doña Juana que había estado en la cocina calentando agua, regresó con una cubeta para limpiar y asear a Iván.
—¿Dígame don Pedro, se pondrá bien mi chiquillo?
—Claro que sí, doña Juanita, no se preocupe, este muchachito a pesar de ser muy sensible y soñador, es fuerte y voluntario.
—Gracias, muchas gracias don Pedro, Dios lo ha puesto en nuestras vidas para nuestra tranquilidad. Por favor, pase usted a la mesa a servirse una tacita de café, mientras yo voy atendiendo a Ivancito.
Mientras doña Juana pasaba el agua tibia por el rostro de Iván, él despertó.
—Hola mamita Juana, soñé que un enorme perro negro me perseguía, yo corría y corría, tenía mucho miedo, lloraba, gritaba por ayuda, todo se ponía oscuro, hasta que una mano enorme me levantó en vilo y me sacó de esa oscuridad, fue terrible mi sueño mamita.
—Ya cálmate Ivancito, ya pasó, todo fue por el susto que pasaste al caerte del árbol.
Iván se tranquilizó y siguió recuperándose.
—Doña Juana —se escuchó desde la puerta—, ya me estoy yendo y muchas gracias.
—A usted don Pedro, y que Dios lo bendiga.
Don Pedro se dirigió a su vivienda humilde, pero llena de amor y tranquilidad.
—¡Cristina! ya estoy de vuelta, por favor, prepárame mi fiambre porque hoy tengo que quedarme en la chacra a terminar de tumbar el maíz.
—Oye Pedro, me han mandado avisar con el hijo de nuestra comadre Isabel, que el compadre don José ha fallecido.
Don Pedro no daba crédito a lo que escuchaba, cómo era posible esa noticia, si sólo ayer en la tarde se despidió de él, después de cruzar el viejo puente que era el lugar en cada uno tomaba el rumbo para dirigirse a sus respectivos hogares.
—¡Imposible! ¡No puede ser!, debe ser una broma, ¿pero qué pasó, cómo ocurrió?
—Miguel, nuestro ahijado que vino con la noticia, me dijo que lo ha atropellado un carro y que para desgracia, el chofer ni siquiera lo auxilió, que si no, capaz aún estuviera vivo, pero el muy desgraciado se dio a la fuga y hasta hoy no se sabe nada, pero ya pusieron la denuncia en la comisaría de Cruz Blanca a ver si lo chapan al facineroso.
—¡Qué desgracia Dios mío!, por favor mujer, alístame mi ropa que me voy corriendo para la casa de mi compadre, para acompañarlo en su velorio.
Llegó don Pedro, aún incrédulo, y no se convenció sino hasta verlo. Resignado rezó frente al ataúd, luego se dirigió hasta donde estaba la viuda y los huérfanos, y los abrazó. Lloró con ellos y les pidió tranquilidad y fuerza para superar tan dolorosos momentos.
—Dios sabe lo que hace comadrita, él sabe por qué nos quita a Josecito.
— Sí compadrito, lo siento por mis hijitos que ya no tendrán en quien apoyarse. La vida es tan ingrata, llevarse a un hombre tan trabajador y honrado como José, ¡qué dolor! compadre.
—Tranquilidad comadre, tranquilidad y resignación. Mire, voy con mi compadre Teodoro y los otros que están afuera para organizar el velorio, ya regreso.
—Sí compadrito, vaya nomás.
Don Pedro se dirigió hacia el grupo de amigos que se encontraban en la puerta.
—Oiga compadre Teodoro, yo creo que sería bueno mandar traer la bandera del club para cubrir el féretro, ya que José fue uno de los presidentes que más hizo por el club.
—Tiene usted razón compadre, ahorita mismo lo mando a traer, mientras usted va organizando las cuadrillas para hacer guardias por turnos.
—Ya compadre, no se preocupe por eso.
Se cubrió el ataúd y en cada extremo de la bandera se colocó un socio, sentado por un lapso de cuatro horas. Se fueron sucediendo uno tras otro los grupos, hasta que llegó el turno para don Pedro, él tomó la punta de la bandera que le correspondía y empezó su guardia. Al cabo de dos horas y por lo avanzado de la noche, don Pedro se quedó dormido, sintió frío, vio que una de las ventanas estaba abierta, abandonó su guardia y se levantó para cerrarla, al dar la vuelta para regresar a su lugar, se sorprendió al ver que el féretro no tenía la tapa. Estaba confundido, no entendía lo que pasaba, no se movió, miró alrededor y no vio a nadie, al volver la mirada vio que su compadre estaba sentado sobre su cajón.

—Hola compadre, que bueno que está aquí, con usted quería hablar. Dígame, qué me pasó, estaba caminando rumbo a mi hogar cuando de repente sentí como que una gran piedra, salida de no sé dónde, me aplastaba hasta dejarme en una gran oscuridad. Respóndame compadre ¿Qué pasó?
Don Pedro no sintió temor, pensó que por alguna rareza del destino su compadre había vuelto a la vida.
—Un carro lo atropelló compadre y ya lo estamos velando —mientras decía esto, le asaltó una duda espantosa; «voy a acercarme», pensó, «si la mano de mi compadre está caliente, entonces esto debe ser un milagro».
—Compadre Pedro, por favor, acérquese y ayúdeme a salir de aquí.
—Sí compadre, no se preocupe, yo le ayudaré.

Al acercarse y al darle la mano, sintió una corriente helada que recorría todo su ser, sus músculos se tensaron, sus nervios saltaron y su piel se erizó hasta el extremo de sentirla dura y seca. No podía hablar, ni moverse, una fuerza incontenible y poderosa le impedía todo movimiento, su corazón latía incontenible, su respiración se hacía cada vez más difícil, se asfixiaba cuando sintió una mano sobre su cabeza y la voz de una mujer; saltó del asiento con tal fuerza que casi tumba a su comadre.

—Tranquilo compadre, ¡tranquilo!, es sólo un mal sueño, se ha quedado usted dormido, véngase a la cocina para que se tome un poco de café bien cargado con una copita de anís, seguro que el frío le ha hecho soñar.
Don Pedro permaneció callado, estaba perplejo buscaba un significado para su sueño.
Don José fue enterrado y todo volvió a la normalidad, excepto don Pedro, que empezó a adelgazar, su alegría se comenzó a apagar, se volvió retraído y ya casi nunca conversaba; él era curandero y su orgullo no le permitía contarle a nadie lo que había soñado y que era lo que lo consumía.

Doña Juana preocupada por la salud de su vecino, lo visitó.
—¿Qué le pasa don Pedro? Se le ve a usted tan mal, por favor amigo confié en mí, ¿dígame qué le ha ocurrido?
Don José relató a doña Juana el pavoroso sueño que había tenido. Doña Juana se sobresaltó y se persignó. Salió despidiéndose y sin pensarlo dos veces tomó el camino que conducía a la vivienda de don Carlos, también famoso por sus curaciones.
—¡Don Carlos! ¡Don Carlos!
—Buenas tardes doña Juanita, qué pasa.
—Don Carlos, yo estoy aquí para contarle en confianza lo que le ocurre a don Pedro, por favor, vaya usted converse con él, ayúdele a superar su mal.
Don Carlos después de escuchar atentamente el relato de doña Juana, no perdió tiempo y fue a la casa de don Pedro, entró sin tocar.
—Don Pedro, por favor, qué falta de confianza es esa, usted sabe muy bien que si no se cura de ese susto, bien podría usted morir y nadie quiere eso.
—Gracias amigo, usted diga pues la solución a este mi mal.
—Mire, hoy es martes y es buen día para llamar a los espíritus, así que vamos a ir al cementerio; en cuanto la luna aclare, invocaremos el alma de su compadre don José para decirle lo que pasó, porque el pobre de repente está todavía vagando por el camino de los que no comprenden la diferencia entre el mundo de los muertos y el de los vivos. Llevaremos al Chalaquito, ya que él es un niño de espíritu puro y representa muy bien el poder de la luz de Cristo, que guía el verdadero camino al mundo de los difuntos.

—Ya pues compadre, estaré preparado, voy alistando mi crucifico y mi puñal de acero para que nos libren de todo mal.
—Regreso en un par de horas, mientras voy a conversar con doña Juana para que nos consienta la compañía de Ivancito.
Cerca de las diez de la noche, la luna estaba tan clara que sus rayos plateados iluminaban casas y plantas, el agua de la acequia reflejaba la luz de la luna y daba la impresión de ser una serpiente gigantesca cuyo lomo estaba cubierto de infinitas piedras preciosas.

Llegó don Carlos acompañado de Iván.
—¡Don Pedro! –gritó desde el camino—, ya es hora, vámonos ya.
—Sí, como no, don Carlos. Hola Chalaquito, gracias por venir.
—No se preocupe don Pedrito, yo le debo a usted muchos favores, lo hago de buen agrado.
—Muy bien vámonos ya —dijo con voz firme don Carlos.

Llegaron al cementerio, don Carlos sacó de su alforja una botella de cañazo y bebió un sorbo, luego trazó un círculo alrededor de ellos, vaciando el contenido restante. Con tranquilidad sacó también un cigarro negro y lo prendió, dio unas piteadas botando grandes bocanadas de humo dispersándolas en el aire; con las cenizas del tabaco se hizo una señal en la frente, también lo hizo en la frente de don Pedro y de Chalaquito. Don Carlos pidió a don Pedro que abrazara con fuerza a Iván, porque iba a empezar la invocación del espíritu de don José.

—¡José Chegaray! ¡Te invoco desde esta tierra! ¡Sé que tu espíritu no descansa en paz! ¡Ven preséntate! ¡Ven, José Chegaray! ¡Te lo ordeno en nombre de nuestro creador y de su hijo Jesucristo!
Don Carlos comenzó a rezar una oración en latín que había aprendido desde los tiempos de sus abuelos, al principio lo hizo murmurando, luego levantó la voz:
¡Ab origine ad finen ad vitam! ¡Deus ex dies irae…!
Estaba terminando de hablar, cuando sintió que un viento frío y helado lo envolvía, siguió orando cada vez con mayor fuerza, se le escuchó gritar:
¡¡Pax post mortem!!
Y cayó al suelo con tal fuerza, que pareciera que un toro lo hubiera levantado en vilo, el polvo muerto del cementerio se levantó y tejió una gruesa cortina que imposibilitaba toda visión, sólo se escuchaba:

—¡¡Don Pedro, deje que Iván me tome de la mano!!
Don Pedro se arrodilló junto con el muchacho y empezaron a buscar a tientas el cuerpo de don Carlos, Iván logró alcanzarlo, sintió un cuerpo que temblaba vertiginosamente.
—¡Por favor Iván, toma mi mano!
—Sí don Carlos, ya la tengo.
—¡¡Reza hijo, reza!! ¡Reza con toda tu fuerza!
«Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre, venga a nosotros…»
Conforme Iván rezaba, la neblina se iba disipando, quedaron visibles tres cuerpos cubiertos de tierra, don Carlos estaba inconsciente, don Pedro sudaba copiosamente e Iván seguía en su frenética oración. Don Carlos despertó.
—Qué bravo que estuvo; don José estaba bien confundido, pero al final lo convencí, «sigue el camino de luz, ahí encontrarás la paz» le dije; estuvo llorando, pero luego se fue. Creo que a esta hora ya debe estar gozando de la presencia de nuestro Señor, bendito sea.
—Fue tremendo don Carlos, yo también casi me desmayo, pero el espíritu de Ivancito me protegió.
—Fue impresionante —alcanzó a decir Iván—, al principio tenía miedo, pero después sentí que flotaba y sentí una gran tranquilidad, una paz que jamás había sentido.
—Bien, es hora de volver—dijo don Carlos—, debemos regresar y sin mirar hacia atrás. Esto no lo olvidaremos jamás.



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